En los años 50 y principios de los 60 todavía éramos muchos
los niños españoles que pasábamos si no hambre, si algo de necesidad. No se podía comer
de todo y las carnes o pescados eran un lujo. No para todos, aviso.
Muchos de nosotros recibíamos de nuestras madres un
complemento que nos daban en las meriendas de aquellos días en los que se veía
que se había comido “poco” no por falta de hambre sino por falta de comida.
Cogían un huevo crudo, lo batían con una cucharada de
azúcar, le ponían una cucharada sopera o dos de leche y otra cucharada de vino
quinado, rancio, moscatel o vermut. Aquella mezcla estaba buena si no pensaban
en los “mocos” de la clara mal batida, pero sin duda aun llevando alcohol, era
una forma de tenernos fuertes cuando las proteínas y la formación alimentaria no
era todo lo adecuada.