Hubo un tiempo en el que los huevos eran huevos y los pollos eran pollos. Que es tanto como empezar a reconocer que ahora pues no sé, ya empezamos a terne dudas. A los huevos les hemos puesto peso, letras, sellos con indicaciones, pero les hemos restado sabor.
A los pollos les hemos añadido agua para que pesen más, les hemos quitado color y sabor, son todos iguales y nos los venden de mil formas cortados, yo creo que para que no sepamos que fueron pollos, no vayamos a sufrir.
En mis tiempos mozos los huevos del pueblo eran "otra cosa" y los pollos que no tenían nada que ver con las gallinas, eran duros y tersos y tenían un sabor hoy desaparecido, sobre todo si lo guisaban con tomate del de verdad.
Ya sé que todavía existen pollos de esos en algunos lugares, pocos y casi escondidos pues no rentan y se venden a lugares muy especiales. Esos otros que venden en los supermercados y que son más amarillos, son eso, más amarillos. Y para Navidad nos venden algunos que dicen que son de pueblo, pues es mentira, o lo que en cambio es cierto pues casi todos son de zonas rurales.
Este anuncio es de los años 50 y me acuerdo cuando en el barrio de Montemolín de Zaragoza, y también en Las Fuentes, había granjas que te vendían pollos de verdad, incluso vivos para que te los mataras tú… en tu casa. Entonces eso sucedía, éramos así de brutos.
Pero si los encargabas el día de antes te los vendían ya muertos y desplumados, aunque con la cabeza, el cuello y las patas terminando los muslos, eso sí.
Eran pollos o gallinas de verdad, no servían para pasarlos unos segundos en la plancha como hacemos ahora con las pechugas fileteadas. Aquellos pollos había que guisarlos con pimientos, a la cerveza, con aceitunas o con tomate. Eran pollos que se sabían de cazuela a la chilindrón. Y si los querías de kilo, solo de kilo, te miraban mal, como si fueran un tiquismiquis.