Pocos platos hay tan antiguos, rurales, humildes,
históricos, sencillos y contundentes como unas sopas de ajo. Unas simples sopa
de ajo, bien hechas, en su punto, que en Aragón llamamos sopas de ajo y con
algunas variables se conocen como sopas castellanas o simples sopas de pan.
Pan, ajos, huevos, agua, aceite o manteca y sal. Si nos
hemos convertido en modernos, unos tacos de jamón o unas rodajitas de longaniza
o chorizo encajan perfectamente, pero nos estamos separando de la humildad y la
historia.
Cogemos media barra de pan duro o unas rodajas de pan de
hogaza y las cortamos en sopetas, en lascas
del tamaño de una moneda grandes, de las de plata. Reservamos el pan.
En una sartén amplia ponemos media docena de ajos pelados
fileteados a freír en 3 ó 4 cucharadas de aceite. Cuando tengan color dorados
se retiran del aceite y se reservan. En el mismo aceite se pone el pan a freír
hasta que tome un ligero color dorado y el propio pan haya absorbido casi todo
el aceite. Este es el momento de añadir el jamón o las viandas, incluso unos
golpes de pimentón para darle color.
Todo frito y con las rodajitas de pan ya en la sartén
añadimos los ajos y un litro de agua para que empiece a hervir (los más
contundentes en vez de agua añaden caldo de carne, pero que no se nos olvide
que es un plato humilde). Debemos dar pocas vueltas y dejamos cocer unos dos o
tres minutos a fuego muy bajo. Cuando ya esté a punto de terminar se añaden dos
huevos batidos como para tortilla, poco y sin mucha fuerza. Se rectifica de sal
si fuera necesario. Justo en el momento en que el huevo cuaje, se sirve bien
caliente en soperas hondas de barro, para que mantengan el calor.
Plato por cierto que es perfecto para personas ancianas, sin mucha calidad en su dentadura, fácil de tomar y amplia contundencia como alimento.