Desde Marín en Pontevedra me dieron esta semana una botella de orujo casero, de ese que pasa por alambique particular y que siempre hace para toda la familia algún cuñado habilidoso. Un regalo de vida, de agua de vida.
No se sabe nunca cuántos grados de alcohol tienen los orujos caseros, no lo marca la botella anónima, si acaso el paladar al entrar en contacto el alcohol con la carne. Casi diríamos que es como el alcohol de curar, pero en sublime.
Los sabores a madera se mantienen en la boca hasta el día siguiente mientras que en la lejanía se palpan algunos recuerdos de hierbas indeterminadas para un lego en la materia, posiblemente fruto de la propia uva. Es un orujo joven, transparente hasta parecer que no es, pero con unos sabores que no había encontrado en otras bebidas parecidas o en orujos comerciales. Pero no hablo de matices sino de sabores totalmente alejados de lo que se vende embotellado con etiqueta. Un lujo, efectivamente.
Para rematar la faena probé una tontería que me ofrecieron en un bar de La Coruña hace un mes. Añadí al chupito de orujo una cucharadita manchada de miel de encina y lo mezclé. Sublime mezcla complementaria que además sirve para que la gargante aguante mejor la fuerza del orujo en personas no gallegas o no acostumbradas a bebidas tan potentes.