En Aragón, o Recau y no el Cocido


 Comiendo con manchegos en Madrid surgió el tema. Como sucede con la jota y su universalidad española aunque liderazgo aragonés en su reivindicación alejada ya de la vida cotidiana, y sin contar que pueda venir de la tarantela y otras teorías o que a mí las que me emocionan son las mallorquinas cantadas por María del Mar Bonet, cocidos se hacen en todas partes.


Se llamarán escudella como en Cataluña por su recipiente de cocción, según se metan unos u otros vegetales se denominarán caldo verde por su resultado cromático como en Galicia y, con el nombre cocido, no solo existen en Madrid

También en sus comunidades vecinas y, algo más lejos en tierras húmedas, hallaremos el mío favorito tomado en Reinosa en los veladores de la margen izquierda del Ebro infantil, pasado su primer puente de piedra de tres pequeños arcos erigido por orden de Carlos III: el glorioso cocido montañés. 

Sin ser manco el cocido rey del camino de Santiago: el maragato de Astorga en León, comarca prodigiosa como madre de legumbres de calidad insuperable.

En todas las elaboraciones de cocido partimos de una técnica de cocción y aprovechamiento patrimonio de toda la Humanidad –llamada al nimono japonés-, aportándole la grasa y sustancia según se dispusiera o no de ellos el morcillo o falda de ternera, la pata o pechuga de gallina y el tocino o jamón. 

En los que encontraremos dos legumbres según corresponda a cada región por climatología y lluvias y que se sirve en varios vuelcos. En la cocina oriental, obviamente, la función la ejercen la soja y el rábano.

El cocido al modo castellano ha conquistado paladares como hizo esa lengua. Se ha popularizado recientemente en Aragón, especialmente en Zaragoza, y sus restaurantes dedican un día a la semana a ello como menú del día integral. 

Se sabe porque se respetan los vuelcos famosos foranos como muchos zaragocistas son del Madrid: constituyendo el primero de ellos la sopa del cocido con pasta, el segundo las legumbres y verduras con patatas y el tercero el de las carnes con un chorro de aceite crudo por encima.

Ahora bien, en Aragón no se comía cocido por razones obvias: es tierra de desierto, de carne de ovino y vacuno, como mucho, en el Maestrazgo, Sobrarbe y Ribagorza se dieron.

Así yo he sido un profundo desconocedor del cocido porque en mi infancia en Aragón Occidental y Navarra, lo que se hacían en las casas de mi familia o fondas eran potajes cercanos a la garbure de Bearn, con col y hueso de jamón, y lo que llamábamos caldo. Siendo los más especiales los extraídos de los pichones y del cuello y la cola de ternascos. 

Además y como en Cataluña, la carne de cocción se reservaba para canelones o para croquetas y no se servía el mismo día. En que se comía la verdura y legumbres con un segundo, el que tuviera, o ninguno y la sopa se dejaba para cenar y el día siguiente. Nos gusta más reposada al sereno.

Ha sido tal la importancia del cordero en la alimentación aragonesa como proteína que recuerdo con felicidad mi primer caldo en el Bajo Aragón. Efectuado por la madre de una amiga a partir del hervor lento de contras de oveja y gallina y en el que, para evitar el sabor excesivo de sus carnes adultas, introdujo como corrector refrescante con efecto de jengibre, una sabia rama de apio. 

Todo un cordero a la menta celestial quedó conformado con simplicidad de siglos de carencia y ahorros.

Así que en Huesca hemos comido potajes con la poca carne disponible, solo de ternera a partir de la producción de la intensiva de Binéfar, sin saber cortar el morcillo los carniceros para que engorde el tuétano y, como máximo lo que en los somontanos llamaban recaus. 

El recau inmortalizado por Teodoro Bardají no deja de ser un cocimiento de judías blancas aromatizadas con ajo y laurel, patatas, algo de verdura y arroz, un empedrado, al que solo en los días de fiesta o para curas y obispos se añadía carne. De modo que si era Cuaresma, se podía completar con abadejo.

Todas las generalizaciones no son más que aproximaciones pero tengo por bien haber experimentado la huida del pimentón como condimento propia de la Corona de Aragón y su generalización en el antiguo reino de Castilla, del que formó parte Euskadi. Cuyos marineros capitanearon la marina española en sus aventuras americanas y trajeron pimientos y tomates, maíz y patata, que se dieron excelentemente en la cornisa cantábrica, Iparralde y valle del Bidasoa o Baztán.

Estos cultivos en Aragón han tenido calidad organoléptica en las alturas de altiplano celtibéricas o, todo lo más, en los fondos de valle pirenaicos con producciones cortas y delicadas por el agua caliza, la falta de calor húmedo y sol a partir de septiembre. Porque el clima fue como está siendo esta añada.

Así, quizás con la excepción del Moncayo y otros puntos del occidente aragonés próximos a Castilla, en mis viajes he comprobado que un aragonés o aragonesa antes condimenta con una punta de canela, pimienta y anís estrellado, además de la omnipresente presencia del laurel, que usa pimentón y mucho menos del picante. 

Esto ya cambia en Navarra, en que les apasiona el chorizo y chistorra incluso con un punto mexicano, dejándoles indiferente la longaniza.

Los vuelcos del cocido madrileño, popular entre todas las clases sociales, además permiten distinguir a quien se sirva primero con las patatas más perfectas, las hojas de col más bellas rehogadas en pimentón y la pieza de morcillo o de pechuga de gallina. Es decir, es un plato popular pero en el que cabe nutrir con clasismo.

Los potajes aragoneses, catalanes y de Occitania son de extracción popular, de elaboración sencilla, hechos por cada familia en fogaril de olla con estrébedes o en la plancha de la cocinilla económica y la concepción de la casa por encima de sus componentes implicaba comer de forma igualitaria. 

Con la única atención de priorizar al “huespede”, al viajante, al cura, al enfermo, a los niños sin gana y a quien viniera de labrar helando. Sin más.

Todos los cocidos vienen de la olla podrida inmortalizada por Cervantes, suntuosa y madre de la gota si se elaboraba en las cocinas de los Austrias con caza. Exportada por los embajadores de los Borbones a Francia como fundamento del “pot pourri”, forma parte de la magnífica cocina de cuchara de frío. Apta para ser acompañada de tajadas de pan y varios chaparrazos de vino de bota golpeau con el contacto del aire.

Muchos afirman que su origen anterior es el cocimiento sefardí elaborado para no tener que cocinar en “shabat” que se llevaron los aragoneses expulsados a Sarajevo y después a Salónica llamado adafina. 

Hecho en recipiente de barro como el couscous en tayín, compuesto con una base de piezas de cordero poco nobles, la canal principal las familias la vendíamos, y garbanzos puestos a remojo. 

De los que se producen en suelos pobres en sustancia y que reciben pocas lluvias de los valles del Ebro y Duero.

El recuerdo de la adafina, sancocho en el sur de la Península y América, merece una copilla del cancionero sefardí como postre. La imaginamos entonada en el barrio de los Alamines alcañizano:
Day de cenar al desposado, Dayle cenar que no ha cenado

Day de cenar al desposado, day de cenar sopa de nabos

Para la novia una gallina, Para el novio una sardina

Para la novia pan sobado, Y para el novio del salvado

Tate tate que no hay dote, Deja el amor para la noche

Tate tate que no hay nada, Deja el amor para mañana

29.09 Luis Iribarren

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